“Puesto en el lugar de la oración de rodillas, o en pie, o en cruz, o postrado, o sentado si de otra manera no pudiese estar, hecha primero la señal de la cruz, recogerá su imaginación y apartarla ha de todas las cosas de esta vida, levantará su entendimiento arriba, considerando que lo mira Nuestro Señor. Y estará allí con aquella atención y reverencia como que realmente le tuviese presente, y con un general arrepentimiento de sus pecados (si es la oración de la mañana) dirá la confesión general, y si es la oración de la noche, examinará su conciencia de todo lo que aquel día ha pensado, hablado, obrado y oído, y del olvido que de Nuestro Señor ha tenido, y doliéndose de los defectos de aquel día y de todos los de la vida pasada, y humillándose delante de la Divina Majestad ante quien está, dirá aquellas palabras del santo Patriarca (Gen. 19,27): Hablaré a mi Señor, aunque sea polvo y ceniza, y luego dirá aquellos versos del salmo (Ps. 122,1): A ti levanté mis ojos, que moras en los cielos. Así como los ojos de los siervos están puestos en las manos de sus señores, y como los ojos de la sierva en las manos de su señora, así están puestos nuestros ojos en Nuestro Señor, esperando que haya misericordia de nosotros”. San Pedro de Alcántara, Tratado de la oración y meditación, cap. VI.