"Bien está, pues, hacer de todos los jueves del año una jornada dedicada especialmente a la evocación de aquel gran día, en que nuestro amabilísimo Redentor, «cum dilexisset suos, qui erant in mundo», aunque siempre había amado a los suyos de esta tierra, entonces les amó hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), no sólo quedándose con ellos para siempre, sino también dándoseles como alimento, produciendo así en sus almas los más maravillosas efectos y concediéndoles la perfección y la consumación de la vida sobrenatural, que aquí halla sustento, crecimiento, reparación y gusto (S. Th. 3 p. q. 79, art. 1 in c). Oportuno será considerarlo así en vuestra meditación eucarística matutina; conmemorarlo solemnemente, como deseáis, vuestras fervorosas comuniones; honorarlo y glorificarlo, según es vuestra intención, en la hora santa vespertina. Pero todo ello sería cosa vacía, si no estuviera penetrado de un íntimo conocimiento de la magnitud del don, que ni en los cielos ni en la tierra lo hay, ni pudo haberlo mayor; todo sería algo inexplicable si, como el Apóstol, no os acercáis a aquel pecho ardiente (cf. Jn 21, 20), para escuchar las palpitaciones del amor que lo inspira; todo resultaría cosa muerta si, en justa correspondencia, no sintieseis alzarse en vuestros pechos aquellas llamaradas del más grande, del más santo, del más puro de los amores, juntamente con la más profunda, la más sentida gratitud, que os conduzca al más sincero deseo de reparación". Radiomensaje del Papa Pío XII, con ocasión del 50 aniversario de la Archicofradía de los Jueves Eucarísticos, 17 de octubre de 1957.
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