"Puesto que nuestra Cabeza subió a los cielos, conviene que sus miembros (Col. 2,19) sigan a su Maestro, pasando por el mismo camino que Él escogió. Porque "¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?" (Lc 24,26). Debemos seguir a nuestro Maestro, tan digno de amor, Él, que llevó el estandarte de la cruz delante de nosotros. Que cada hombre tome su cruz y le siga; y llegaremos allí dónde él está. ¡Aunque vemos que muchos siguen los caminos de este mundo para obtener honores irrisorios, y para esto renuncian a la comodidad física, a su hogar, a sus amigos, exponiéndose a los peligros de la guerra - todo esto para adquirir bienes exteriores! Resulta lógico y plenamente justo que nosotros hagamos una renuncia total para adquirir el bien puro que es Dios, y que de este modo sigamos a nuestro Maestro...
No es raro encontrar hombres que desean ser testigos del Señor en la paz, es decir, que todo resulte según sus deseos. De buena gana quieren llegar a ser santos, pero sin cansancio, sin aburrimiento, sin dificultad, sin que les cueste nada. Desean conocer a Dios, gustarlo, sentirlo, pero sin que haya amargura. Entonces, ocurre que en cuanto hay que trabajar, en cuanto aparece la amargura, las tinieblas y las tentaciones, en cuanto no sienten a Dios y se sienten abandonados interna y externamente, sus bellas resoluciones se desvanecen. Estos no son verdaderos testigos, testigos como los que necesita el Salvador... ¡Ojalá podamos librarnos de este tipo de búsqueda que carece de trabajos, amarguras y tinieblas y encontremos la paz en todo tiempo, incluso en la desgracia! Es ahí solamente donde nace la verdadera paz, la que permanece". Juan Taulero, O.P., Sermón 21, 4º para la Ascensión