«¡Oíd, que llega mi amado, saltando sobre los montes, » (Ct 2,8). En principio, Cristo no se dio a conocer a la Iglesia si no por su voz. Comenzó dejando oír su voz por mediación de los profetas; sin dejarse ver, se hizo comprender. Su voz estaba en los mensajes que le anunciaban, y a lo largo de todo este tiempo, la Iglesia-Esposa reunida desde los orígenes del mundo, tan sólo la comprendía. Pero llegó un día en que ella le vio con sus propios ojos y dijo: « ¡Que llega mi amado, saltando sobre los montes!»...
Y cada alma, si el amor del Verbo de Dios la abraza...,se siente feliz y consolada cuando percibe la presencia del Esposo, cuando se encuentra delante de las difíciles palabras de la Ley y de los profetas. A medida que se aproxima a su pensamiento para iluminar su fe, le ve brincar por los montes y colinas..., y puede muy bien decir: «¡Oíd, que llega mi amado!»... Ciertamente, el Esposo ha prometido a su Esposa, es decir, a sus discípulos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Pero eso no le impide decir también que se va a tomar posesión de su Reino (Lc 19,12); entonces, de nuevo, a medianoche, se oye el grito: «Mirad, que llega el Esposo» (Mt 25,6). Una veces, pues, el Esposo se hace presente y enseña, otras se hace el ausente y se le desea... Así es que, cuando el alma busca comprender y no lo alcanza, para ella el Verbo de Dios está ausente. Pero cuando encuentra al que busca, le experimenta presente sin duda ninguna y la ilumina con su luz.... Si queremos, pues, ver al Verbo de Dios, al Esposo del alma, «brincando por los collados», escuchemos primeramente su voz, y le podremos ver. Orígenes, Comentario sobre el Cantar de los Cantares, III, 11,10s.