1. Muchos pueden llevar una vida sin vicios, pero no sin pecado. Pues, aunque uno resplandezca en esta vida por un gran brillo de santidad, con todo, jamás se ve totalmente libre de la escoria del pecado, como lo atestigua el apóstol Juan, que dice: “si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8).
2. Existen algunos hechos que se parecen a los pecados; pero, si se realizan con intención recta, no constituyen pecado; por ejemplo, el poder cuando se castiga al reo no por deseo de venganza, sino con el propósito de corregirlo.
3. Asimismo, hay pecados leves que los incipientes los borran con la satisfacción cotidiana, pero que los varones perfectos evitan cual si fueran grandes delitos. Así, pues, ¿qué no debieran hacer los hombres pecadores con sus grandes crímenes, cuando los perfectos lloran incluso cualesquiera faltas leves como muy graves?
4. No sólo hay que evitar los pecados graves, sino también los leves, porque muchos pequeños constituyen uno grande, como suelen los grandes ríos acrecer su caudal de gotas muy pequeñas, pues un gran número de ellas, reunido en un todo, produce copiosa abundancia.
5. Los pecados que para los incipientes son leves, para los varones perfectos se consideran graves.
6. Un pecado se juzga tanto mayor cuanto por más distinguido se tiene a quien lo comete, pues la magnitud del delito aumenta conforme a la cuantía de los méritos; y así, con frecuencia, lo que se disculpa en los inferiores, se tiene en cuenta en los más elevados.
San Isidoro de Sevilla, Sentencias, II, c. 18.
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