No te preocupes demasiado por saber quién está por ti o contra ti; busca más bien que Dios esté contigo en todo lo que haces.
Ten la conciencia tranquila y Dios te defenderá.
Ninguna maldad podrá dañar a quien Dios ayuda.
Si sabes callar y sufrir, sin duda recibirás la ayuda del Señor.
Él sabe cuándo y cómo ha de librarte, y por eso tú debes someterte a él.
Es propio de Dios ayudar y librar de toda angustia.
A veces nos es muy provechoso para conservar la humildad que los otros conozcan y reprendan nuestros defectos. Cuando el hombre se humilla por sus defectos, fácilmente apacigua a otros y sin dificultad aplaca a los que están airados contra él.
Dios protege y libra al humilde, lo ama y lo consuela; se inclina hacia el hombre humilde, le concede su gracia y, después de su abatimiento, lo eleva a la gloria.
Dios revela sus secretos al humilde y lo invita y atrae bondadosamente hacia sí.
El humilde, después de recibir una injuria, permanece en paz, porque su confianza está en Dios y no en el mundo. No pienses que has adelantado algo si no te estimas inferior a todos.
Pacifícate tú primero y después podrás pacificar a los demás.
El hombre que procura la paz es más útil que el muy letrado.
El hombre que se deja dominar por sus pasiones aun el bien lo convierte en mal y ve el mal en todo.
El hombre bueno y amante de la paz convierte todas las cosas en bien.
El que está en paz no piensa mal de nadie. En cambio, el descontento e inquieto es atormentado por muchas sospechas; ni descansa él ni deja descansar a los demás. Muchas veces dice lo que no debería decir y deja de hacer lo que sería más provechoso para él. Considera lo que otros deben hacer y descuida sus propias obligaciones.
En primer lugar preocúpate por cumplir tus obligaciones y después con justicia podrás ocuparte de las del prójimo.
Tú sabes muy bien excusar y atenuar tus faltas y no quieres oír las disculpas de los demás.
Más justo sería que te acusaras a ti mismo y que disculparas a tu hermano.
Si quieres que los demás te soporten, sopórtalos tú primero.
Tomás de Kempis, La imitación de Cristo, Libro II, 2-3.
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